Para Nietzsche el ideal trascendente del cristianismo representa la consolidación de una moral que atenta contra la vida misma. Piensa que estos valores son decadentes y sólo sirven a la debilidad y la impotencia: la bondad, la compasión y la misericordia, la caridad lastimera, el sentimiento de culpa, el sacrificio y la mortificación, la expiación, la humildad, la paciencia, la resignación, la seguridad, el temor… valores todos vengativos que nacen del resentimiento por la vida y del rencor de una moral gregaria de esclavos. Nietzsche lleva a cabo una genealogía de esta moral para comprender su éxito en la cultura de Occidente. Se trata de una moral que ha invertido el significado original de los valores “bueno” (y que anteriormente se entendía como “noble”, “fuerte”, “superior”, “poderoso”, “autónomo”, “triunfador”, “arriesgado”, “apasionado”, “exaltado”…y aquellos adjetivos propios del ideal homérico de una moral aristocrática) y “malo” (antes “despreciable”, “plebeyo”, “adulador”, “simple”, necio, “vulgar”… y otros similares de una moral de los débiles). Con el cristianismo el rebaño se rebela y lo malo se convierte en bueno, mientras lo que antes se consideraba bueno pasa a significar malvado. El resentimiento y el miedo son el origen de esta inversión valorativa de la vida, cuya propagación ha convertido al hombre en un ser incurablemente inferior y mediocre. Desde entonces, dice Nietzsche, su deuda es permanente y su conciencia (mala conciencia) nunca está tranquila. El hombre ascético y virtuoso que lucha contra sí mismo santifica así su renuncia a este mundo para hacer más tolerable su existencia. El resultado ya lo conocemos: la secularización de la cultura, la muerte de Dios, la desorientación y el vacío de los valores irreales: el nihilismo pasivo y la decadencia. Recuperar los valores al servicio de la vida requiere de una perspectiva que supere estos prejuicios más allá del bien y del mal, porque no hay más bien ni deber que obrar a favor de la vida.
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