FILOSOFIA Y LOGICA UPT
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Se puede engañar a todo un pueblo durante algun tiempo. Se puede engañar a una parte del pueblo durante todo el tiempo. Pero, lo que no es posible hacer, es engañar a todo el pueblo todo el tiempo...


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ACTUALIDAD DEL HUMANISMO CLÁSICO

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1ACTUALIDAD DEL HUMANISMO CLÁSICO Empty ACTUALIDAD DEL HUMANISMO CLÁSICO Vie 4 Sep 2015 - 21:45

HERACLITO



Si algo resulta patente en este comienzo de siglo es justo el derrumbamiento de los humanismos utópicos que, desde hace al menos doscientos años, venían prometiéndonos la definitiva consagración del hombre como centro y culminación del mundo y de la vida. La más grave carencia de las ideologías revolucionarias -radicalmente humanistas- era precisamente que en ellas no se confiaba en la actuación de las mujeres y los hombres reales y concretos, para llevar a cabo el gran cambio que habría de traer consigo la paz y la abundancia a todos los habitantes de este planeta. Todo se fiaba a fuerzas mecánicas y anónimas -el progreso científico, la lucha de clases, el libre funcionamiento del mercado- que tenían en común su escasa consideración por algo tan insignificante y menudo, en apariencia, como es cada una de las personas humanas.
Pero, llegado el despertar del “sueño de la revolución”, nos encontramos más desamparados aún, porque tales ideologías de la sospecha han corroído nuestra confianza en las posibilidades de avance y perfeccionamiento que pudiéramos llevar los humanos en nuestro interior. Y es que, en cierto sentido, las revoluciones antropocéntricas se han esfumado porque, en un aspecto sustancial, sus proyectos se han cumplido. No, desde luego, en el sentido de que se realizaran sus promesas utópicas, pero sí en el sentido de que han vaciado al hombre de su propia esencia irreductible a la materia y al entrecruzarse de fuerzas puramente fácticas. Y se suponía que este desenmascaramiento de viejas ilusiones era una condición necesaria para el advenimiento de la liberación definitiva. Tanto Schelling como Kierkegaard o Dostoievski, y -a su modo- el propio Nietzsche, habían descubierto hace poco más de un siglo que lo más nuclear de esa transmutación de lo humano, provocada por la manera de pensar propia de la modernidad, era ni más ni menos que el nihilismo. El marxismo, el liberalismo economicista, el darwinismo social nos han convertido en esos “hombres huecos”, con la cabeza rellena de paja, a los que se refería T. S. Eliot.
Así las cosas, urge encaminar desde su comienzo el nuevo milenio con el empeño de volver a encontrar nuestra alma, dándonos cuenta de que el parámetro decisivo de la vida social –como ha dicho Pierpaolo Donati- ya no es el eje Estado/mercado/individuo, sino el eje humano/no humano, es decir, la aclaración intelectual de aquello que es lo bueno y lo mejor para el hombre, como contrapuesto a lo que le deshumaniza, a lo que le vacía de su propio ser y le cosifica, le convierte en una cosa más entre las cosas. Si Skinner quería situar al hombre contemporáneo “más allá de la dignidad y la libertad”, podríamos definir al humanista –siguiendo a Spaemann- como “quien no es capaz de ir más allá del bien y del mal”.
¿Dónde hallar en este tiempo indigente un manadero de energías espirituales que nos devuelvan a nosotros mismos? ¿Dónde encontrar más luz para orientarnos entre los simulacros de la sociedad como espectáculo? ¿Dónde buscar un aguijón que nos despierte de nuestro conformismo y nuestra anorexia cultural en una época en la que el consumo masivo nos ciega para percibir aquello que constituye el florecimiento del hombre en cuanto tal?
Mi primera respuesta no puede ser otra que la siguiente: en los clásicos. Volvamos a los clásicos; o, mejor, avancemos hacia ellos; intentemos, desde nuestra propia situación, ponernos a su altura, pensar con el rigor, la magnanimidad y la belleza con que ellos pensaron. No es la nostalgia de un paraíso irremediablemente perdido. No es la actitud neorromántica de retornar a unas raíces que -al desprenderse el árbol de una tierra natal largo tiempo abandonada- se resecan al aire, como dedos retorcidos de una mano que ya no tiene a donde señalar. Es, más bien, el esfuerzo de volver a injertarnos en un flujo de vida que nunca se agotó del todo, y del que han surgido los mejores frutos de una civilización que ha olvidado cuál era la savia que la nutría.
El ascenso hasta los clásicos en sentido estricto -es decir, los griegos y latinos- es un empeño de regeneración, de innovación, de descubrimiento de nuevos orígenes, de alumbramiento de lo más original y originario para el hombre y la mujer de toda época. Como dice Leo Strauss, lo clásico se caracteriza por su noble simplicidad y su grandeza serena. El pensamiento clásico nos sitúa ante “lo natural” del hombre, entendiendo por “natural” lo opuesto a lo meramente humano o demasiado humano. Aún hoy, decimos de una persona que es “natural” si se guía por su manera profunda de ser, en lugar de atender a los convencionalismos, a las opiniones dominantes, a lo que se considera plausible, a la fuerza de los poderosos o, simplemente, a su propio capricho. El pensamiento clásico no es “tradicional”, en el sentido usual y peor de la palabra, es decir, heredado y repetitivo. Pertenece a aquel momento creador en el que se derrumban las costumbres establecidas y no ha aparecido todavía una corriente principal, que pueda ser parasitada y reiterada ad nauseam. Cuando, llevados precisamente por el afán de estar al día, rechazamos tal actitud clásica, es como si una pantalla se interpusiera entre nosotros y la realidad; una realidad que entonces ya no comparece en sí misma, en su surgimiento originario, sino que está siempre mediatizada y manipulada por prejuicios inconscientes e intereses ocultos. Los clásicos, en cambio, contemplaban la realidad en un grado de proximidad y viveza que quizá nunca se ha vuelto a igualar, pero que se ha de perseguir siempre de nuevo, para repristinar nuestra concepción del mundo y del hombre.
El humanista clásico contempla los asuntos humanos desde la misma perspectiva que el ciudadano común o que el sabio ilustrado. Y, sin embargo, ve con claridad las cosas que los ciudadanos corrientes, los políticos o los científicos no ven en absoluto o sólo logran ver con dificultad. La razón está en que el pensamiento de inspiración clásica, aunque en la misma dirección que el pensamiento empírico o pragmático, va más lejos, profundiza más. No contempla las cosas desde fuera, en situación de espectador, sino que se inserta en el misterio del ser, que nos envuelve y nos supera. Es una actitud intelectual y vital -dice Leo Strauss- tan libre de la radical estrechez del especialista como de la brutalidad del técnico, las extravagancias del visionario o la vulgaridad del oportunista. Es una postura desde la que se denuncia al insolente y se perdona al vencido. El humanismo clásico es un modo de pensar libre de todo fanatismo, porque se da cuenta de que el mal no puede ser desarraigado totalmente y, por tanto, de que los resultados que cabe esperar de la política, la economía o la propia cultura no pueden ser más que modestos. El espíritu que le anima puede expresarse en términos de honda serenidad y sobriedad templada.
El acceso a esta originalidad clásica no es viable si no se conocen -o, al menos, se valoran- las lenguas en las que las grandes obras de la antigüedad griega y latina fueron escritas. Porque sólo así se puede captar ese pensamiento en el estado naciente que le otorga inigualable fuerza y encanto. Frente al cosmopolitismo sincrético e igualitario que hoy nos inunda, en el que el signo de MacDonalds empieza a ser más reconocible que el signo de la Cruz, y en el que el inglés mal hablado se ha convertido en una especie de lingua franca, el estudio de los clásicos griegos y latinos en su propia lengua nos ayudaría a relativizar la propia cultura, más aún, a ser conscientes de que vivimos en una determinada cultura que no ha existido siempre y que, como todas las anteriores, llegará un tiempo en que decaiga y acabe por desaparecer, dando paso a otro estilo de vivir y de percibir la realidad. Como ha escrito Carlos García Gual en uno de sus Avisos humanistas, “estudiar griego es mucho más que aprender una hermosa lengua antigua; es acceder a un mundo de un horizonte cultural fascinante e incomparable y avanzar hacia las raíces de la tradición ética, estética e intelectual de Occidente; es internarse en un repertorio de palabras, figuras, instituciones e ideas que han configurado no sólo la filosofía, sino la mitología y la literatura del mundo clásico, no ya sentido como paradigma para la imitación, sino como invitación a la reflexión, la contestación crítica y, en definitiva, al diálogo, en profundidad”.
Por el contrario, la supresión casi total de las Humanidades clásicas que hoy padecemos en la enseñanza media y universitaria, conduce a considerar como obvia nuestra manera de habitar este mundo; con lo cual se pierde toda perspectiva histórica, toda visión de la hondura de lo real, para resignarnos a un continuo deslizamiento por la brillantez de superficies niqueladas que esconden lo que son y deforman lo que reflejan. Según dice el propio Carlos García Gual en otro de sus Avisos, “los tiempos son ciertamente malos para la defensa y el cultivo de las Humanidades. La cultura general no es rentable a primera vista, como lo es la formación especializada y la seria preparación técnica para cualquier carrera u oficio. En un mundo preocupado por la conquista de nuevos puestos de trabajo, por la especialización, por la preparación tecnológica cada vez más precisa, la rentabilidad de la cultura humanística no resulta nada evidente. Por otro lado, esos objetivos de un examen crítico, afán de comprensión de los demás humanos y una visión personal del mundo no parecen figurar entre las propuestas ideales de ningún grupo político”.
Donde más perceptibles son actualmente las consecuencias de este empobrecimiento cultural es precisamente en la esfera pública, asunto del que me he ocupado en mi libro Humanismo cívico, recientemente publicado por la editorial Ariel de Barcelona. Entiendo por “humanismo cívico” la actitud que fomenta la responsabilidad y la participación de las personas y comunidades ciudadanas en la orientación y desarrollo de la vida política. Postura que equivale a potenciar las virtudes sociales como referente radical de todo incremento cualitativo de la dinámica pública. Al hacer esta propuesta, me inspiro precisamente en la idea de una posible y necesaria actualización del modo culto y sabio de habitar en la polis o en la civitas que nos transmiten los autores clásicos.
No se trata, por tanto, de una nueva apelación al protagonismo de esa tierra de nadie -de la que siempre cabe sospechar que es de alguien muy determinado- a la que se ha venido a llamar “sociedad civil”. Tampoco es el cansino llamamiento a un “rearme moral”, que suele proceder de los reductos más conservadores, para quienes sólo parece existir la ética del mercado y el afán por conservar una situación de prepotencia, adornada por el mantenimiento de las apariencias morales, tan propio de la moderna burguesía.
Se trata, más bien, de una postura que cuestiona el carácter mecánico y puramente procedimental del llamado “tecnosistema”: esa imbricación de una burocracia esclerotizada y un mercantilismo miope; esa extraña e implacable emulsión de politización y economicismo que convierte a los ciudadanos de a pie en inmóviles y pasivos convidados de piedra. La propuesta del humanismo cívico consiste en declarar seriamente que los responsables de lo que nos pasa somos todos y cada uno de nosotros. Como decía Ortega, hemos de acostumbrarnos a no esperar nada bueno de esas instancias abarcadoras y abstractas que son el Estado y el mercado. Es de nosotros mismos de quienes hemos de esperar lo bueno y lo mejor. La historia no nos arrastra, la hacemos nosotros, los verdaderos protagonistas del cambio social.

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